En las instalaciones del Museo de Arte
Moderno de Barranquilla se encuentra abierta al público la muestra Catatumbo de la artista colombiana
Nohemí Pérez (Tibú, 1962). Después de
hacer el primer recorrido por los distintos espacios, nos llama la atención en
este proyecto la rica relación que presenta entre la resolución de sus formas
plásticas, la materia y la controversial temática.
La estructura formal es compleja, como muchos
de los proyectos artísticos que elaboran hoy los artistas contemporáneos (Jaar,
Hacke, Hirschhorn…). Las diferentes piezas que componen la obra (instalaciones,
fotografías, dibujos, esculturas) ya no se pueden “leer” de manera individual y
autónoma, como ocurría en el pasado cuando se tenía el concepto cerrado y
unitario de la obra de arte. Todo ha cambiado, ya no es la exposición de ocho o
diez obras independientes, con sus respectivas fichas técnicas, sino la
exhibición de un solo proyecto con varias piezas configurantes, aunque ellas
estén instaladas en distintos espacios del museo.
De las cuatro toneladas del negro carbón
mineral de la pieza principal, surge con claridad la idea central de la obra:
la sostenibilidad del sistema financiero mundial con base en la explotación de
los recursos fósiles de nuestro consumido planeta y de Colombia,
principalmente. Pero, también pone en perspectiva la nefasta relación
desventajosa entre los países pobres en gobierno, pero ricos en recursos
naturales y el nuevo poder globalizado de las corporaciones transnacionales.
Justo en este momento, en que la opinión
pública alerta sobre el contrato leonino y vergonzoso entre el Estado
colombiano y la multinacional BHP Billiton que opera Cerro Matoso, la obra de
Pérez refuerza su vigencia y contribuye, desde el campo del arte, al debate
sobre la depredación de los recursos mineros en Colombia.
Se destaca el contraste formal y conceptual
entre la enorme pila de carbón en bruto y las pulidas formas (también de
carbón) de los edificios incrustados en la superficie. En arte, la materia en
bruto tiene poco valor, realmente, pero la escultura ya terminada adquiere un
elevado valor en el mercado. La corporaciones pagan ínfimas regalías por los
recursos que se llevan de nuestros países subdesarrollados y reciben pingües
ganancias cuando ese mismo material –sin necesidad de “tallarlo”- lo venden en
las bolsas de valores. Nuestras riquezas desaparecen frente a nuestros ojos, sin
poder hacer nada, como el polvillo de carbón que se desprende paulatinamente de
los dibujos que realzan los nombres de los lugares del despojo: La Jagua,
Barrancas, Angelópolis, El Descanso, Dibuya, La Loma, Catatumbo y otros, o como
lo expresa el curador de la muestra, el maestro José Alejandro Restrepo: “Aquí
son dibujos que se desvanecen; aquí son metáforas de la evanescencia; allá,
contaminación y desastre a cielo abierto”.
En esos rascacielos del primer mundo, que
reconocemos enseguida por sus icónicas formas arquitectónicas, se encuentran
las oficinas de donde salen los planes de explotación de los recursos naturales
del planeta y de Colombia. Viéndolo bien, esos edificios deberían tener el
mismo color de las esculturas de Nohemí: negro, porque fueron construidos con
recursos provenientes del negro petróleo, del carbón y de los oscuros contratos
de explotación embebidos de la turbia y viscosa corrupción gubernamental.
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